Sunday, June 20, 2010

La chica que dudaba de los caramelos

Siempre nos encontrábamos en los lugares más inesperados, sorprendidos por la repentina baja en nuestras defensas que suponía el estar a menos de 10cm de distancia. Traspasar esa barrera imaginaria era como despertar en una jungla inhóspita, ajena al reposo y la calidez. La primera vez que la ví fue amor a primera vista. Sus ojos aparecieron a 10cm de los míos tan repentinamente que sólo pude atinar a ver que me atravesaban por completo, que querían huir mas no podían.

La primera vez que la conocí me dijo que dudaba. Yo tenía la plena seguridad que hasta hace unos segundo había estado conversando con una querida amiga que me inició en los cafés literarios, en la música rebuscada, en la búsqueda de mi propio subconsciente dentro de sus retorcidos juegos suicidas. Sin embargo, allí estaba ella, como si me conociera de toda la vida, como si la conociera de toda la vida, diciéndome que dudaba.

Poco a poco la dicotomía fue haciéndose comprensible a fuerza de desgaste más que por entendimiento, me acostumbré a que aparezca cada vez que mi amiga estuviera más de 10cm cerca de mí. Creí en ella casi como en un dogma y decidí luchar por ella con las manos en alto, por un motivo aparentemente claro. Poco a poco las piernas de mi amiga fueron perdiendo esa droga que exudaban, se fueron devaluando entre mis labios, entre mis uñas, por más que me internara en sus rodillas, excavase en sus tobillos, desgarrara sus muslos. Pronto empecé a verla como un mero puente entre ella y yo, como una mercenaria que cobraba en mi desespero la extorsión del día antes de darme la libertad pasajera y efímera de ver a ella, de escuchar sus dudas. Poco a poco fui estrechando esos lazos hechos de ilusiones, fui adoptando y educando sus inseguridades.

Ella había olvidado cómo ser humana. Era un ente superior que había encontrado la espiritualidad en lo ambiguo de no ser, del nunca ser. Su disconformidad crónica con su propio ser, con su propia felicidad surcaba sus ojos, le daban esa profundidad. Más bien, ese vacío. Yo siempre le dije a ella que la vida era tan fácil como una pequeña adivinanza en la que nos enfrentamos a dos manos con un regalo oculto en cada una. Algunos, sin saberlo claro, escogen la mano que tenía un caramelo como premio. Algunos, por azares de la vida, escogían la mano que tenía dos caramelos. Ambos tenían un caramelo al menos, ambos tenían una vida que vivir al menos. Nadie más adecuado para corroborarlo que un niño de 2 años, que no sabe de caramelos, de cantidades, de vidas o dioses. Sea uno, dos o diez, la felicidad es tan simple como tener un caramelo, tan simple como saber cómo disfrutar al máximo ese caramelo. Tan fácil como creer en el caramelo y querer obtener lo mejor de él. Yo me denigré hasta verme como uno y ella olvidó cómo ser humana.

Sus puntos de vista se desvistieron de todo vestigio de inocencia, de ignorancia. Sus ojos odiaban no saber ver las respuestas, no saber encontrar los beneficios en las entrañas de las oportunidades. Siempre decía que en la otra mano habían dos caramelos y que, sabiéndolo, era imposible encontrar el zen, que era un ejemplo resignado y tercermundista, derrotista, virreynal. Siempre intentaba verlo todo desde arriba, como un Dios que quita y que da a despecho o a capricho. Ella decía que lo único que sabía que para mí ella era la mano con un solo caramelo, que había otras personas que me podrían hacer mucho más feliz que ella. Ella decía que yo bien podría valer tres caramelos o cuatro sin muchos problemas. Eso era todo lo que ella sabía, y de ese único saber nacían todas sus dudas. Ella dudaba.

Nunca encontré el camino para llegar más allá de su garganta. Me mascó con la furia de sus dudas a flor de piel. Ella siempre me rumió entre sus dientes nacarados, nunca me dio paso hasta su corazón y no me dio más cobijo que su tibia saliva ni más alimento que sus muslos roídos. Ella creía ser deidad y ver las cosas desde un punto más elevado. No sólo fue elevado sino que también ignorante, forastero, desconocido. Ella creyó haber encontrado la respuesta y salió a la búsqueda de la mano que se llevaba el caramelo huérfano, quizá creyendo entender la metáfora. Quizá creyendo que al hacer un mal copiado voto de pobreza encontraría en la orfandad del caramelo solitario la respuesta a sus dudas. Ella no entendió que sólo una vez en la vida se nos da a escoger entre dos manos, caramelos más, caramelos menos.

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